Comentario
El panorama que ofrece el Frente Popular durante la guerra civil resulta considerablemente distinto al del bando franquista. Las dos cuestiones más decisivas de la guerra fueron la formación de un Ejército regular y la realización o no de la revolución social, política y económica, y respecto de ellas existieron, sobre todo inicialmente, posturas diferentes que llegaron a ser irreconciliables; luego, el imperio de las circunstancias fue modificando la situación imponiendo la adaptación a las necesidades del momento, pero nunca desapareció el enfrentamiento inicial de tendencias que incluso llegó a reproducirse en el momento en que tenía lugar cada derrota militar. Se suele decir que los dos polos extremos de enfrentamiento fueron aquellos que representaban el partido comunista y el anarcosindicalismo y esto, como veremos inmediatamente a continuación, es cierto. Sin embargo, no debe olvidarse que la diferencia radical entre ambas opciones se dio principalmente en la fase inicial de la guerra. Luego, por ejemplo, hubo dirigentes militares anarquistas, como Cipriano Mera, que no sin problemas de conciencia acabaron aceptando la necesidad de militarizar sus abigarradas columnas.
Por otro lado, se debe recordar que estas dos posiciones no representaron nunca la totalidad del espectro político en la España del Frente Popular, ni siquiera la mayoría. Al enfrentamiento entre ambos hay que sumar la pugna entre el socialismo de Prieto y el de Largo Caballero, el de las dos versiones de comunismo (el ortodoxo y el POUM) o la que separó a los partidos centralistas de los grupos nacionalistas catalanes y vascos, que habían incrementado su fuerza política y ampliado el contenido de las competencias autonómicas con el advenimiento de la guerra civil. Por si fuera poco, a todos estos factores hay que sumar las divergencias personales entre los dirigentes políticos de cada formación.
De todas maneras siempre será útil aludir a esa esencial divergencia inicial entre comunistas y anarquistas. La postura de los primeros constituyó un completo cambio respecto de lo que había sido habitual durante la primera parte de la etapa republicana. Si en ese momento caracterizó al partido una actitud maximalista, revolucionaria e insurreccional, ahora su cambio fue tan grande que un visitante extranjero como Borkenau se preguntaba cómo era posible que un partido que en Europa había estado insistiendo perpetuamente en las posibilidades revolucionarias que no existían, y en cambio no las veía en España donde resultaban absolutamente patentes.
Gran parte de las razones derivaban de su condición de partido influido muy directamente desde Moscú y, por lo tanto, proclive a tener en especial consideración los intereses de la política exterior soviética. La paradoja era que los comunistas españoles parecieran muy poco dispuestos a fomentar las colectivizaciones exactamente en el mismo momento que este proceso tenía lugar en la Unión Soviética. El PCE sólo defendió la necesidad de llevar a cabo algunas medidas, que en teoría hubieran sido factibles en un régimen democrático republicano, aunque al mismo tiempo daba por supuesto que el régimen había cambiado de manera esencial. Por tanto, lo que habría en el futuro sería un sistema político "de nuevo tipo", definición muy imprecisa y muy poco reconfortable para quienes creían en la República de 1931. Como contrapartida fue abrumadora la insistencia de los comunistas en los problemas militares; todo debía ser sacrificado a la necesidad de obtener una victoria militar.
Así, el partido comunista logró, por un lado, la adhesión de aquellos pequeños propietarios que temían la revolución y, por otro, se adhirieron a él los militares profesionales que juzgaban imprescindible someter a la disciplina a las milicias de partido. Es muy frecuente el caso de quienes ingresaron en el partido en el preciso momento en que mayor era el peligro de derrumbamiento del régimen, e incluso todos los mandos del Ejército Popular (como el apolítico Miaja o el católico Rojo) sintieron en algún momento la tentación de ingresar en el partido del que se decía que "hacía las cosas mejor que nadie". Es muy probable que la postura comunista fuera sencillamente la más congruente y la única viable si verdaderamente quería lograrse la victoria sobre el adversario. Sin embargo, el rápido crecimiento del partido y su extremado sectarismo motivaron una protesta creciente de los otros sectores de la política frentepopulista.
Los anarquistas, en cambio, opinaban como Vázquez, uno de sus dirigentes, que la sublevación había creado "las condiciones objetivas para el estallido de la revolución". Guerra y revolución, por tanto, debían ser dos procesos paralelos y complementarios de manera que no se podía triunfar en la primera sin llevar a cabo la segunda. Entre los dirigentes anarquistas era habitual el entusiasmo no sólo por las colectivizaciones sino también respecto de las fórmulas espontáneas de "juntismo" político, la desaparición de las iglesias o incluso el hecho de que el Gobierno abandonara Madrid, saludado con un "hurra" por parte del diario anarquista local. Sin embargo, este entusiasmo por la situación existente en España en otoño de 1936 pronto chocó con la realidad de que era necesario enfrentarse al adversario militar y además pactar con el resto de los sectores políticos que formaban parte del Frente Popular.
Como bien señala García Oliver, la alternativa efectiva no era hacer o no hacer la revolución, sino si debía imponerse el comunismo libertario, en cuyo caso el anarquismo tendría que optar por practicar una dictadura, suprema paradoja de una situación no querida. En realidad la única posibilidad consistía en la colaboración con el Frente Popular, pero cuando fue tomada esta decisión la CNT se vio obligada inmediatamente a ceder sus conquistas revolucionarias una a una, primero en Cataluña y luego en el resto de España. Además, esta realidad tuvo como grave inconveniente complementario que el anarcosindicalismo, antaño el movimiento obrero español por antonomasia, se dividiera y de ello siguió una irreversible decadencia. Queda, en fin, por advertir que el tipo de tesis sociales y políticas asumidas por la CNT no eran privativas de ella en la fase inicial de la guerra, sino que las compartían con entusiasmo los socialistas del ala de Largo Caballero.
Fue éste quien en septiembre de 1936, en un momento en que era ya gravísima la situación militar, asumió la Presidencia del Gobierno. Lo hizo contra la opinión y con "la protesta más airada" de Azaña, según narró éste en sus Memorias, y con las reticencias del propio Prieto, que pensaba que se estaba jugando demasiado pronto lo que calificaba de "última carta". Sin embargo, hay que tener en cuenta que por el momento de nada había servido tener al republicano moderado Giral al frente del Gobierno, y que como señala Zugazagoitia era "legítimo" utilizar en estos momentos la popularidad y la fuerza política del dirigente socialista. Inmediatamente la prensa anarquista dijo recibir "con tolerancia y comprensión" al nuevo Gobierno, mientras que Federica Montseny insistía principalmente en la tesis del antifascismo, que era unitaria y demostraba una voluntad de colaboración. En realidad, si los anarquistas no entraron desde el principio en el Gobierno de Largo Caballero fue por sus excesivas pretensiones, que suponían la creación de un Consejo de Defensa en, vez del Gobierno, la marginación de los comunistas y cinco puestos en ese órgano ejecutivo. Quedaba, sin embargo, sentado un principio de colaboración anarquista que no tardaría en plasmarse en la realidad.
El Gobierno de Largo Caballero estuvo por completo dominado por su persona, pues no sólo desempeñó la cartera de Guerra, aparte de la Presidencia, sino que colocó a dos socialistas de su tendencia, Álvarez del Vayo y Galarza, en las decisivas carteras de Estado y de Gobernación, mientras que los comunistas se limitaban a desempeñar responsabilidades de inferior trascendencia en Agricultura e Instrucción Pública. La definitiva entrada anarquista en el Gobierno tuvo lugar en noviembre. Uno de los ministros de esta significación, García Oliver, llegó a Madrid con su fusil "naranjero" para hacerse cargo de su puesto; no puede extrañar la exasperación de Azaña al tenerlo que aceptar cuando había sido uno de los más entusiastas propugnadores de la "gimnasia revolucionaria" durante el primer bienio republicano. Testimonio de lo que pensaban los cenetistas acerca de las instituciones republicanas es el hecho de que cuando el Gobierno optó por abandonar Madrid fue detenido en Tarancón por fuerzas militares de esta significación, entre cuyos dirigentes estaba una figura moderada como Cipriano Mera.
El propio periódico de Largo Caballero había asegurado que "la República del 14 de abril ha muerto", mostrado entusiasmo por las colectivizaciones y por el Ejército miliciano. Esa actitud explica que no pocos republicanos de izquierda, como Sánchez Albornoz o Domingo, se exiliaran u ocuparan puestos diplomáticos en el exterior. Nada, sin embargo, revela mejor lo que en realidad era Largo Caballero como el hecho de que en cuanto alcanzó el poder empezara a hablar de la necesidad de respetar la legalidad republicana. Su revolucionarismo no era otra cosa que epidérmico, y el reformismo, en cambio, había sido una práctica habitual en toda su trayectoria biográfica. Ahora, consciente de las necesidades del momento, toda su política consistió en tratar de ganar la guerra centralizando el poder político y creando una máquina militar. De ahí sus medidas tendentes a recortar ese juntismo que suscitaba tantos entusiasmos en el seno de la CNT, que era su aliada, y que la Junta de Madrid, formada en el momento del abandono de la capital por el Gobierno, se convirtiera en delegada del poder central; la supresión de los organismos de este tipo existentes en Valencia, o la obligación impuesta al Consejo de Aragón de ampliar su composición política, que ya no fue únicamente anarquista. Hubo dos disposiciones de carácter más general y de una significación transparente: por un lado se creó un Consejo Nacional de Seguridad, unificándose las milicias de retaguardia, y por otro, las Juntas Provinciales fueron sustituidas por Consejos presididos por los gobernadores civiles, lo que equivalía a reconocer la autoridad de las instituciones republicanas. Esta normalización de las instituciones republicanas se apreció también en la reunión de la Diputación permanente de las Cortes en Valencia a comienzos de 1937. En cuanto a la dirección militar, baste con decir que si los ataques contra el subsecretario de Guerra, Asensio, fueron muchos, las deficiencias de su gestión, sin embargo, deben ser atribuidas fundamentalmente a las tropas que tenía bajo su mando.
Desde una fecha muy temprana se apreciaron las limitaciones personales de Largo Caballero, mientras que se hacía patente también que era incapaz de evitar los enfrentamientos programáticos e incluso armados de la coalición que presidía. Uno de lo militares más destacados del Ejército Popular, Cordón, comunista, que dice haber compartido el entusiasmo inicial por el nombramiento de Largo Caballero, añade: "pronto tuve que comprobar que la firmeza de carácter del dirigente socialista, que tantos admiraban como una cualidad altamente positiva, tenía un fondo de tozudez y se transformaba frecuentemente por exageración y por influencia de un amor propio excesivo, de una autoestimación demasiado alta de su autoridad y cualidades en un rasgo negativo de su carácter". A pesar de la significación ideológica del autor de estas palabras se pueden considerar en líneas generales como justas. Ahora se demostró definitivamente que Largo no era el Lenin español porque era demasiado confuso como para serlo.
En el fondo, quienes en otro tiempo habían contribuido de manera importante a auparle, ahora no parecían dispuestos a respetar su autoridad y a ellos debió hacerles repetidas advertencias y llamamientos a la disciplina. En la Diputación permanente de las Cortes dijo, por ejemplo, refiriéndose a los anarcosindicalistas, que ya se ha ensayado bastante. Pero también se refirió a los comunistas que criticaban la política militar de Asensio y reclamaban con insistencia la unidad política y militar. Largo Caballero aceptó que se formara en enero de 1937 un Comité de enlace PCE-PSOE, pero vetó la unificación que sólo se produjo en algún caso aislado, como el de Jaén, para acabar siendo evitada. La presión de los comunistas no dudaba emplear recursos como las manifestaciones públicas y a ellas respondió Largo un tanto crípticamente exigiendo obediencia, disciplina y lealtad a quienes a pesar de proclamarlas en realidad no habían hecho gala de ellas. En marzo de 1937 las relaciones del presidente del Gobierno con los comunistas se habían hecho ya muy tensas: había sufrido las críticas públicas de alguno de los ministros de esta significación y se había enfrentado con el embajador soviético.
Había además otro proceso paralelo que resultaba bien indicativo de las tendencias dispersivas del Frente Popular. A lo largo de los meses iniciales de la guerra civil fueron frecuentes los enfrentamientos armados entre anarquistas y comunistas, que a veces afectaban a dirigentes y otras a simples militantes. En diciembre sufrió un atentado el delegado de abastecimientos de la Junta de Madrid, de significación comunista; hubo de prohibirse la circulación con armas largas y los anarquistas acusaron al PCE de haber eliminado a 18 anarquistas en seis provincias. Con el paso del tiempo el número de incidentes no sólo no disminuyó sino que tendió a acrecentarse. Es posible que la cifra total de muertos se acercara a un centenar de personas, mientras que era habitual el intercambio de acusaciones como la de "agente provocador al servicio del fascismo" que una y otra organizaciones políticas se atribuían mutuamente. Los incidentes siempre tenían como motivo algo tan alejado de las verdaderas operaciones bélicas contra el adversario como eran el orden público y el control de la retaguardia.
Una situación como la descrita necesariamente tenía que estallar como en efecto sucedió en la primera semana de mayo de 1937 en Barcelona. En Cataluña los gobiernos de la Generalitat, presididos por Tarradellas, habían supuesto una apelación a la disciplina semejante a la que en general se había dado en toda la zona controlada por el Frente Popular. En noviembre de 1936 el presidente del Parlamento, Casanovas, fue acusado de conspirar en sentido separatista, lo que debilitó la posición del nacionalismo; la fuerza política ascendente era sin duda el PSUC, que en el gobierno formado a mediados de abril contaba con tres consejerías por sólo cuatro de la CNT. El 3 de mayo la Generalitat y los comunistas intentaron, dentro de la política de unificación militar y política, apoderarse del local de la Telefónica en Barcelona del que era dueño la CNT, desencadenándose una serie de combates como consecuencia de los cuales murieron Sesé, consejero de Orden Público, comunista, y un hermano de Ascaso, el presidente del Consejo de Aragón, anarquista. Mientras todo el mundo reclamaba calma se llevó a cabo una confusa lucha, espontánea y sangrienta, cuyo mejor testigo fue el escritor británico George Orwell, quien se preguntaba "qué demonios estaba pasando, quién luchaba contra quién y quién llevaba las de ganar". Al final, la llegada de dirigentes anarquistas desde Valencia y el puro cansancio liquidaron el enfrentamiento, que sin embargo hubo de causar 400 ó 500 muertos y llegó incluso a provocar desplazamientos de las unidades del frente de Aragón hacia Barcelona.
El incidente había sido espontáneo e impremeditado, pero tuvo graves consecuencias políticas. La CNT no lo había provocado ni Largo Caballero tenía otra responsabilidad que la de haber permitido que se llegara hasta esos extremos, pero como veremos a continuación la consecuencia más grave de lo sucedido fue que los anarquistas tuvieron que abandonar el poder y también lo hizo Largo Caballero. Peor fue el caso de los dirigentes del POUM que fueron acusados por los comunistas de ser los principales responsables de lo sucedido, que así aprovecharon la ocasión para eliminar a quienes por su heterodoxia antiestalinista fueran calificados como fascistas. No sólo esta acusación carecía de cualquier tipo de justificación sino que incluso los miembros del POUM no eran seguidores de Trotski, tal como se les juzgó en más de una ocasión, pues el antiguo dirigente revolucionario no había dudado en calificar a su política de criminal; además los poumistas estaban demasiado desunidos y demasiado alejados de las posibilidades de alcanzar el poder (habían estado en él, pero habían acabado abandonándolo y ahora reclamaban un gobierno obrero que chocaba con la normalización imperante). El POUM, en definitiva, fue disuelto y el principal de sus dirigentes, Nin, después de permanecer algún tiempo en varias cárceles fue asesinado, sin duda por los comunistas o por los soviéticos; no en vano José Díaz había afirmado en público que sus dirigentes debían ser exterminados sin consideración. Este mismo hecho, parte de cuya responsabilidad recae también en todos los sectores del Frente Popular, revela la dispersión del poder en esta zona.
Pero como ya se ha señalado, la verdadera relevancia política de lo sucedido en Barcelona radica en la crisis política que se produjo. En realidad tampoco lo sucedido puede interpretarse como una maniobra contra Largo Caballero, aunque debilitó seriamente la autoridad de su Gobierno. Los comunistas querían que el presidente abandonara la cartera de Guerra y que Galarza dejara la de Gobernación, donde su fracaso había sido notorio al mostrarse incapaz de controlar el orden público; además estaban indignados en contra de un decreto, dirigido contra su infiltración en el Ejército, que suspendía la validez de los nombramientos de comisarios hasta que fueran definitivamente aprobados por el propio Largo Caballero. A lo largo de la crisis insistieron en la necesidad de la unificación política y militar, el orden en la retaguardia y la concentración de esfuerzos en la guerra, puntos que luego recogió el programa de Negrín y además fueron ellos los que la provocaron al abandonar el Consejo de Ministros. Pero el desarrollo de la crisis y su desenlace no puede entenderse sin otros factores.
El primero de ellos es la propia situación en la que se encontraba Largo Caballero. Tenía razón en tratar de que se llevara a cabo una operación militar en Extremadura, pero ese propósito le enfrentaba no sólo con uno de los mayores prestigios militares republicanos como era Miaja, sino también con los soviéticos que no querían emplear su aviación con ese propósito. Su deseo de montar un gabinete ministerial a base de las centrales sindicales UGT y CNT carecía de posibilidades porque presuponía el mantenimiento de su popularidad, que ya se había disipado y además marginaba a fuerzas políticas importantes, encontrando por ello una decidida resistencia en la Presidencia de la República y el PSOE. En realidad la CNT permaneció durante toda la crisis en una actitud de neutralidad, poco propicia a Largo Caballero y menos aún dispuesta a aceptar una participación en el Gobierno en condiciones de paridad con los comunistas. Quienes rodeaban a Largo veían alrededor suyo tirantez, navajeo y deslealtades y querían llegar a una dictadura política y económica, pero no eran capaces de darse cuenta de que el presidente no era ya la persona para tratar de imponerla por su efectiva carencia de autoridad.
Azaña y Prieto fueron los verdaderos responsables del desenlace de la crisis política y no los grupos políticos antes citados. Azaña había deplorado la presencia de Largo Caballero en el poder y ahora juzgaba su actuación con palabras durísimas: "ineptitud delirante aliada con la traición". Durante la crisis procuró mostrarse amable con el presidente del Gobierno, pero al mismo tiempo librarse definitivamente de él. Fue él quien resultó determinante en la selección de Juan Negrín como sucesor: en él veía una "tranquila energía" frente a los "altibajos y repentes" de Prieto. Fue éste quien hizo ver a Largo Caballero que el abandono del Consejo de Ministros por los comunistas suponía el estallido de la crisis política y el que, además, hizo inviable cualquier tipo de permanencia de Largo al reclamar Cordero, uno de sus hombres en el PSOE, un "cambio absoluto". Puede añadirse, en fin, que también fue él mismo quien se marginó de la Presidencia al declarar que por sus enfrentamientos con los comunistas y anarquistas y por su carácter no era "el hombre de las circunstancias". De todos modos, al recibir la cartera de Defensa, que refundía los ministerios militares, tenía una significación política en el Gobierno de semejante entidad a la del presidente, reforzada además por la presencia de Zugazagoitia, estrechamente vinculado a él, en Gobernación. La significación de la crisis puede completarse teniendo en cuenta que un republicano como Giral ocupó la cartera de Estado, mientras que los cenetistas abandonaron sus carteras.
La propia personalidad de Negrín auguraba un giro hacia el orden, la autoridad y la centralización. Él, en realidad, era de una procedencia ideológica que tenía muy poco de revolucionaria e incluso de marxista. Joven, trabajador y culto había sido uno de esos intelectuales formados en el extranjero gracias a la Junta de Ampliación de Estudios, cuya radicalización antimonárquica al comienzo de los años treinta le había llevado al PSOE. No tenía ninguna simpatía por la posición en su seno del caballerismo: repudiaba que le llamaran "camarada" y había considerado durante la etapa gubernamental de predominio de éste, durante la que había ejercido la cartera de Hacienda que ahora mantuvo, que se trataba sólo de una "emergencia" excepcional y por tanto destinada a ser superada. Sus declaraciones iniciales consistieron en mostrar una decidida voluntad de mantener la República de 1931, presagiando ya los 13 puntos que luego definirían su posición ante el conflicto. No dio marcha atrás a las colectivizaciones ni tampoco dio verdaderas facilidades para la libertad de cultos, pero identificó la República con las pautas democráticas que figuraban en su texto constitucional.
Como es lógico, el cambio de Gobierno provocó una inmediata oposición irritada por parte de quienes de él salieron. García Oliver quiso incluso no dar posesión de su cargo a Negrín ni al nacionalista vasco Irujo, que le sustituía. La CNT consideró al nuevo Gobierno como "contrarrevolucionario" y tendió a desempeñar un papel decreciente en la vida política de la zona frentepopulista. Las causas de su declive no radican en la persecución adversaria sino que son endógenas. Como escribió el propio García Oliver, el que había sido primer sindicato español había quedado "como un saco hinchado y vacío", capaz de conspirar contra Negrín pero también de ser utilizado por él para ampliar su Gobierno cuando lo consideró pertinente. Todavía fue más lamentable la situación del caballerismo que siguió pidiendo una alianza sindical, pero cuya fuerza reducida a un mero personalismo fue decreciente e incluso resultó incapaz de mantenerle en la dirección de la UGT. Los comunistas, que tanto le habían ensalzado, reprocharon ahora a Largo Caballero haber mantenido una posición "dictatorial" y carecer de apoyo en el frente y en la retaguardia.
La obra de Negrín, tanto desde el punto de vista militar como desde el político, estuvo principalmente dirigida a la "normalización" o, lo que es lo mismo, a la centralización y el logro de la eficacia, imprescindible si se quería alcanzar la victoria. De ahí que en agosto de 1937 disolviera el Consejo de Aragón, cuya figura más relevante, Ascaso, parece haber cometido delitos comunes. Para hacerlo debió utilizar unidades militares, principalmente dirigidas por comunistas, como Líster, quien afirma en sus Memorias haber encontrado en un local de las Juventudes Libertarias armas y alimentos que obviamente no eran empleadas en el esfuerzo guerrero. En octubre de ese mismo año se reunieron las Cortes en Valencia asistiendo un elevado número de diputados que de esta manera testificaron, ante la opinión internacional, el carácter parlamentario y democrático de las instituciones. También el traslado de la capitalidad a Barcelona estuvo motivado por el deseo de conseguir que Cataluña contribuyera más eficazmente a la común lucha contra el adversario. En cuanto al esfuerzo militar se debe tener en cuenta que ni la ofensiva de Teruel, ni la defensa en el Maestrazgo, ni la posterior batalla del Ebro hubieran sido imaginables de no ser por las nuevas perspectivas abiertas tras la asunción de la Presidencia por Negrín, aunque a éste tampoco deben atribuírsele todos los méritos.
Pero todas esas operaciones militares se saldaron finalmente no con un éxito espectacular sino con una derrota y eso contribuyó a qué se manifestaran tempranas protestas respecto del nuevo presidente. Azaña inicialmente parece haber deseado adoctrinar a Negrín, pero la personalidad de éste era demasiado fuerte como para que admitiera tutelas; Ansó hace referencia también a que el nuevo Gabinete fue denominado por no pocos como "Gobierno Negrín-Prieto", pero cualquiera que conociera a los dos personajes podía imaginar que el primero se independizaría por completo. Bohemio y en apariencia desordenado, pero enormemente trabajador y dotado de una dureza de carácter que le hacía inasequible al desaliento, Negrín se sentía atraído por un sentido de la eficacia que le hacía despreciar consejos y colaboraciones y tendía a hacerle aceptar todo tipo de medios, incluso aquellos más que dudosos por razones morales o constitucionales. Muy pronto dio la sensación de que Negrín, que por ejemplo decía que "desear la victoria y no servirla es hacer un servicio al enemigo", se interesaba más en el triunfo de su causa que en la defensa de los principios en que se fundamentaba la República. Eso le hacía enormemente personalista, pero también tenía como consecuencia, vista su férrea voluntad de vencer, que hubiera negrinistas en todos los grupos políticos. Siendo al llegar a la Presidencia una personalidad que no tenía detrás a ningún partido, su Gobierno tenía al final, merced a las necesidades bélicas, unas claras características dictatoriales entrado ya 1938.
En relación con estos rasgos personales y esta situación ha de examinarse la acusación, habitual respecto a Negrín, de que estaba dominado por los comunistas. En realidad había ascendido al poder desde la nada política y esto explica que todos pensaran en servirse de él (incluidos Azaña y Prieto); como esto no sucedió tendieron a considerarle dominado por otros. No obstante, Negrín tenía una política personal y utilizaba a los comunistas en beneficio de ella, pero ni era comunista ni estaba controlado por ellos aunque a fuerza de descansar sobre ellos alcanzaron más poder que nunca, especialmente en lo más decisivo, el Ejército. Indalecio Prieto, que desde los años veinte se había enfrentado con los comunistas en Vizcaya, opuso tenaz resistencia a su tendencia a "apoderarse de los resortes del Estado"; en junio y octubre de 1937 promulgó varias disposiciones que prohibían la propaganda política en el Ejército que él presentó como "coacción repulsiva" y vetaban la participación de los militares en actos de partido, porque "el Ejército es de todos y no es de nadie". Aunque dirigentes comunistas como Cordón reprochan a Prieto "sectarismo anticomunista" parece evidente que el papel del PCE en el Ejército Popular era desmesurado y que el sectarismo solía ser de él y no de sus adversarios, al margen de que muchos oficiales se sintieran atraídos por su sentido de la disciplina. En el verano de 1937, según datos de la Komintern, 800 de los 1.300 comisarios políticos eran comunistas y también lo eran casi la mitad de los jefes de cuerpo y dos tercios de los de brigada. El PCE había conseguido por tanto una fuerza en el Ejército muy superior a la de sus sufragios en 1936.
Prieto atribuyó después su salida del Gobierno exclusivamente a los manejos comunistas, pero para explicarla también hay que hacer mención de un rasgo de su carácter. Ciclotímico, Prieto carecía de la resistencia de carácter de Negrín y pronto, ante las derrotas, empezó a pensar que sólo cabía "aguantar hasta que esto se haga cachos o hasta que nos demos de trastazos". Sus declaraciones llegaron a ser tan patéticamente pesimistas que algún seguidor suyo presente en el Gobierno, como Zugazagoitia, declaraba a la salida del Consejo que no sabía si ir a la frontera o a casa. Como a Azaña (en frase de Martínez Barrio) o Prieto se les puede achacar en este momento "desfallecimiento culpable".
Así se explica la crisis de abril de 1938 en la que abandonó el Ministerio de Defensa. Había chocado con los comunistas, que como antes hicieron con Largo Caballero no dudaron en atacarle en la prensa mediante la pluma de uno de sus ministros. La llegada de Franco al Mediterráneo le parecía a Prieto un desastre sin paliativos y además excitaba en los republicanos el deseo de librarse de los comunistas y de Negrín para intentar la paz mediante la mediación franco-británica. En estas circunstancias una manifestación auspiciada por los comunistas, pero secundada por otros partidos, presionó exigiendo la resistencia a ultranza y esta decisión acabó imponiéndose en parte por la debilidad de Prieto y Azaña y en parte por la propia coherencia de la postura de Negrín. Tenía éste razón cuando decía que "no puede ser ministro de Defensa quien está convencido de que tiene perdida la guerra"; además en el nuevo Ministerio situó a prietistas en puestos esenciales como el Ministerio de la Gobernación, la Secretaría General de Defensa o el Ministerio de Justicia, aparte de reincorporar a la CNT. Sobre todo, su juicio acertaba plenamente al opinar que no había más posibilidades de llegar a la paz por el hecho de marginar a los comunistas o exhibir el pesimismo. Su programa de 13 puntos parece haber estado destinado a resistir, pero al mismo tiempo a mostrar la voluntad de transacción.
Sin embargo, la subida del poder de Negrín motivó protestas crecientes, incluso en organismos como la Diputación Permanente de las Cortes que él trató despectivamente como producto de la "charca política". En los últimos meses de la guerra Araquistain, que seguía representando al caballerismo, juzgó a su Gobierno como "el más inepto, más despótico y más cínico" que había tenido España. Sin embargo, otro adversario (Martínez Barrio) afirmó que era "insustituible por desgracia". La última crisis parcial sufrida por su Gobierno, en agosto de 1938, así parece demostrarlo.
Desde abril habían ido arreciando las críticas en los medios del Frente Popular, en especial por parte de republicanos y catalanistas, mientras que Negrín cada vez parecía menos dispuesto a tomar en consideración a cualquier otro que no fuera él mismo, pues incluso no prestaba atención a sus propios ministros. A mediados de dicho mes presentó tres decretos a la deliberación del Consejo de Ministros por los que se militarizaban las industrias de guerra y se creaban una Sala de Justicia en Cataluña para reprimir la evasión de capitales y unos Tribunales Especiales de Justicia Militar. Estas disposiciones motivaron la dimisión de los ministros catalán y vasco, mientras fuerzas políticas muy variadas exigían un cambio de política que llevara a un Gobierno más de centro capaz de hacer la paz. De nuevo, sin embargo, Negrín acabó imponiéndose después de una entrevista con Azaña que éste describe como "para no olvidarla" y en la que el presidente de la República le acusó de dar un golpe de Estado; finalmente retiró la última de las disposiciones citadas, manifiestamente anticonstitucional, pero permaneció en el poder. Es posible que Azaña no actuara con decisión, pero no parece que con otro Gobierno las posibilidades de paz fueran mayores.
Negrín, en otro tiempo considerado como una persona fácilmente manejable, era ahora insustituible aunque sólo fuera por su propia voluntad de mantenerse en el poder y por la incapacidad o la falta de deseo de otros por sustituirle. El jefe de Gobierno aseguró entonces que sólo la clara retirada de confianza del jefe del Estado, sus partidos o el Frente Popular le haría renunciar al poder y cuando, en septiembre, en las Cortes, reunidas por última vez en territorio nacional, le criticaron los republicanos y los catalanistas, les acalló por el procedimiento de decir que no aceptaba votos condicionados. A estas alturas, sin embargo, existía entre algunos elementos militares republicanos la idea de que debían prescindir de los políticos para llegar a la paz, tesis que llevaría a la sublevación de Casado.
Muchos protagonistas de los acontecimientos e historiadores posteriores han interpretado la situación política existente en la zona republicana como semejante a la de las democracias populares del final de la Segunda Guerra Mundial, es decir, como un régimen de apariencia democrática pero efectivo dominio del partido comunista. Los dirigentes de este partido, en efecto, afirmaban que en España había nacido un nuevo tipo de democracia en la que ya no habría libertad para el fascismo y se habrían destruido las bases económicas del capitalismo. Por otro lado, al final de la guerra los comunistas controlaban las Subsecretarías de Aviación y de Tierra, la jefatura de las Fuerzas Aéreas, el Estado Mayor de la Marina y las Direcciones Generales de Seguridad y de Carabineros; tres de los cuatro Cuerpos de Ejército de la zona Centro eran dirigidos por comunistas. Sin embargo, el relevante papel del PCE no puede entenderse si no es por su constante defensa de la disciplina. Además las circunstancias en Europa en 1945 fueron muy diferentes, pues esos regímenes a los que se ha aludido nacieron con la ayuda del Ejército soviético.
En la España del Frente Popular durante el período bélico hubo siempre posibilidades reales de disidencia, por supuesto muy superiores a las de la otra zona; además siempre hubo combatientes que lucharon por la democracia republicana y la causa de ésta, de estar ligada a uno de los bandos, sin duda se identificaba con éste. Si los comunistas habían alcanzado una influencia muy grande era por su sectarismo y disciplina, pero también por "la deserción de otros" (Modesto) o porque ellos "no estuvieron a la altura de las circunstancias" (El Campesino). Su misma identificación con la impopular causa de la resistencia deterioró la imagen del PCE que, como se demostró en la fase final de la guerra, no era tan determinante como para evitar que una conspiración acabara desplazándole del poder.